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INTERNACIONALES
Subsidios:
ResponderEliminarDesde 2003 el gobierno nacional intervino en las áreas de servicios públicos y alimentos a través de un régimen de subsidios dirigido a mantener estables y bajas las tarifas y precios. El gasto involucrado en esta política alcanzó montos significativos y crecientes: pasó de rondar los 4000 millones de pesos en 2003 a superar los 33.000 millones en 2010, llegando a representar algo más del 10 por ciento del total de erogaciones públicas.
Dirigida centralmente a los sectores de energía, transporte y alimentos, que en conjunto concentraron más del 80 por ciento del gasto en subsidios, uno de los principales logros de esta política ha sido proteger el poder adquisitivo de los ingresos, especialmente de los sectores más vulnerables, en cuyas canastas de consumo el gasto en estos rubros es más que significativo.
En los primeros años, cuando la Argentina abandonó el régimen de convertibilidad, los subsidios a la energía y el transporte permitieron congelar tarifas y evitar el traslado de la presión inflacionaria de origen cambiario a los precios domésticos, conjurando el deterioro de los ingresos y la distribución, así como el potencial colapso de firmas, la desinversión y el desabastecimiento. En áreas como transporte, además, ayudaron a sortear el crítico estado en que se hallaba el sector tras una década de gestión privada y desinversión, en muchos casos garantizando la continuidad del servicio. Posteriormente, cuando la economía ingresó en un ciclo expansivo prolongado, contribuyeron a configurar una estructura de costos compatible con el crecimiento de la industria y el comercio y a apuntalar el aumento del consumo asociado al mayor poder de compra del salario.
En el caso de los alimentos, donde además opera el esquema de retenciones, la política de subsidios también tuvo efectos positivos. El régimen de compensaciones, que remunera a los productores locales el diferencial entre los valores internacionales y domésticos, contribuyó a desacoplar el precio interno de los alimentos de su dinámica en el mercado mundial.
Los economistas del establishment suelen responsabilizar a los subsidios de insumir exorbitantes niveles de gasto público y generar distorsiones en la economía. Las empresas subsidiadas reclaman la liberalización de tarifas, denunciando que las regulaciones estatales afectan su rentabilidad y desalientan inversiones de riesgo para sus negocios.
Como si la experiencia privatista y desreguladora de los noventa, que devino en desinversión y deterioro –en algunos casos, colapso– de los servicios públicos, hubiese quedado en el olvido, el Estado vuelve al banquillo de los acusados. Pero la experiencia reciente muestra que junto a otras políticas –entre ellas, el tipo de cambio competitivo y el sistema de retenciones–, los subsidios permitieron delinear un esquema macroeconómico que propició el crecimiento de la economía, la reindustrialización, altos niveles de empleo y mejoras reales en el ingreso de la población.
En este sentido, la política dirigida a mantener bajos los precios de la energía, el transporte y los alimentos jugó un rol estratégico. Al garantizar insumos básicos a bajo costo, dio sustentabilidad a ciertas actividades y mejoró la competitividad y rentabilidad de otras, creando condiciones favorables a la inversión, que creció a tasas históricas en los últimos años (pasó de representar el 14,3 por ciento del PIB en 2003 al 23,5 por ciento en 2010). Identificar estos aspectos no supone desdeñar como objetivos ampliar la oferta de bienes y servicios, garantizar transparencia y eficiencia en el uso de los recursos y propender a una más correcta identificación de los beneficiarios del accionar estatal, evitando financiar el consumo de sectores medios y altos pero fundamentalmente asegurando el acceso universal y a bajos costos a los sectores más desprotegidos mediante la implementación de una tarifa que conceda un tratamiento preferencial a sectores vulnerables. Ello no implica desandar el camino sino profundizar el iniciado.